La bisagra original: cómo la evolución construyó un esqueleto móvil

Cada vez que doblamos la rodilla, giramos la cabeza o cerramos la mano, ponemos en marcha una maquinaria fascinante: las articulaciones. Estas conexiones entre huesos permiten el movimiento del cuerpo y contribuyen a su estabilidad. Aunque puedan parecer estructuras simples, las articulaciones presentan una gran diversidad de formas, funciones y niveles de complejidad. En los vertebrados, existen dos grandes tipos de articulaciones: las sólidas y las sinoviales. Estas últimas son especialmente sofisticadas y su eficacia es tal que su aparición marcó un punto de inflexión en la evolución del esqueleto vertebrado.

Todavía no se conocen todos los detalles de cómo se han formado las articulaciones de los vertebrados. Dos estudios recientes arrojan nueva luz sobre la evolución del esqueleto: por un lado, el descubrimiento de articulaciones sinoviales en peces cartilaginosos, que obliga a adelantar su origen evolutivo; por otro, la identificación de tres vías celulares distintas que dan lugar a los huesos del cráneo, el tronco y las extremidades. Juntos, estos hallazgos revelan un esqueleto más antiguo, diverso y modular de lo que se creía.

Tipos de articulaciones en los vertebrados

Desde el punto de vista anatómico, existen dos grandes tipos de articulaciones: las sólidas y las sinoviales.

Las articulaciones sólidas son aquellas en las que los huesos están unidos directamente por tejido conjuntivo o cartílago, sin una cavidad entre ellos. Esto limita su movilidad, pero les aporta firmeza. Es el caso, por ejemplo, de las suturas del cráneo, donde los huesos están firmemente encajados entre sí, o de la sínfisis del pubis, que une ambos huesos coxales mediante un disco de fibrocartílago. También pertenecen a este grupo las sincondrosis, como los cartílagos de crecimiento de los huesos largos en desarrollo, y las sindesmosis, como la membrana que une la tibia y el peroné.

Por el contrario, las articulaciones sinoviales están diseñadas para facilitar el movimiento. En ellas, los extremos óseos no están en contacto directo, sino separados por una cavidad llena de líquido sinovial. Esta cavidad está recubierta por una cápsula articular compuesta por una membrana fibrosa externa, que aporta estabilidad, y una membrana sinovial interna, que secreta el líquido lubricante. Además, las superficies de los huesos están recubiertas de cartílago hialino, lo que reduce la fricción durante el movimiento.

Las articulaciones sinoviales permiten desde pequeños deslizamientos, como los de los huesos del carpo en las muñecas, hasta movimientos complejos y amplios, como los de la cadera o el hombro. En el cuerpo humano, encontramos ejemplos muy variados: el codo funciona como una bisagra; la articulación atlantoaxial, entre las dos primeras vértebras cervicales, permite la rotación de la cabeza; la muñeca combina flexión, extensión y desplazamientos laterales; la base del pulgar se mueve como una silla de montar; y la cadera o el hombro permiten movimientos en casi todas las direcciones.

Un hallazgo evolutivo clave

Durante mucho tiempo se asumió que estas articulaciones sinoviales, tan especializadas, eran propias de los vertebrados con esqueleto óseo. Sin embargo, un estudio de la Universidad de Chicago (EE.UU) publicado recientemente en PLOS Biology (Sharma, Haridy y Shubin, 2025) demuestra que su origen es mucho más antiguo.

El equipo analizó el desarrollo articular en rayas, tiburones bambú, lampreas y mixinos mediante escáneres de alta resolución, técnicas histológicas y análisis moleculares. Descubrieron que tanto rayas como tiburones —a pesar de tener un esqueleto cartilaginoso— presentan articulaciones con cavidad, cartílago hialino y membranas sinoviales funcionales. Su desarrollo, además, requiere movimiento muscular durante la fase embrionaria, igual que ocurre en peces óseos y mamíferos. Por el contrario, las lampreas y mixinos, que representan linajes vertebrados más antiguos y carecen de mandíbulas, no muestran cavidades articulares ni superficies móviles.

El estudio también analizó fósiles de peces primitivos. En Bothriolepis canadensis, un vertebrado extinto del grupo de los placodermos, se identificaron superficies óseas que encajan de manera precisa, lo que sugiere la existencia de una articulación con cierto grado de movilidad, aunque no pueda confirmarse si estaba lubricada como las articulaciones sinoviales actuales.

Para rastrear el origen de las articulaciones móviles en los vertebrados, los fósiles de linajes extinguidos ofrecen pistas valiosas. En el árbol evolutivo, los antiarcos —un grupo de peces blindados del Devónico como Bothriolepis canadensis— se sitúan entre los vertebrados sin mandíbula (como las lampreas) y los peces con mandíbula actuales (como los tiburones). Estudiar sus esqueletos permite reconstruir las primeras etapas en la evolución de las articulaciones.
En algunos grupos más primitivos, como los osteostráceos, las aletas estaban conectadas a la cabeza mediante placas óseas perforadas por nervios y vasos (fenestrae), lo que impedía una articulación real entre las superficies óseas.
En cambio, en Bothriolepis, los investigadores observaron —mediante escáneres de alta resolución— que la cintura escapular y la aleta pectoral estaban unidas por superficies óseas recíprocamente encajadas, con una cavidad entre ellas. Es decir, una articulación funcional, con capacidad de movimiento angular. Un corte histológico en una especie cercana, Asterolepis ornata, muestra además un borde articular limpio, sin restos de cartílago en el interior de la cavidad, lo que sugiere que las superficies estaban diseñadas para deslizar directamente una sobre otra.
Aunque no puede confirmarse la presencia de líquido sinovial o membranas, la forma de estas articulaciones permite concluir que las primeras “bisagras” móviles del esqueleto vertebrado ya estaban presentes antes del origen de los tiburones y peces óseos actuales. Fuente: Sharma et al (PlosOne, 2025)

Una construcción en tres partes

En paralelo, un estudio de la Universidad de Basilea (Suiza) publicado en Nature Communications (Wang et al., 2025) ha revelado que el esqueleto de los vertebrados no se construye a partir de un único plan, sino mediante tres programas celulares diferentes. En embriones de pollo, observaron que el cráneo, el tronco y las extremidades se desarrollan a partir de grupos celulares distintos, cada uno con su propia regulación genética. Así, los huesos de la cabeza se originan en células de la cresta neural, las vértebras y las costillas derivan del mesodermo somítico, y los huesos de brazos y piernas del mesodermo lateral.

Esta división del trabajo celular y genético puede parecer innecesariamente compleja, pero ofrece una ventaja evolutiva crucial: permite que cada parte del esqueleto evolucione de manera relativamente independiente. Esto explica, en parte, la enorme diversidad de formas y funciones que han adquirido los esqueletos vertebrados en el proceso evolutivo.

El valor de una buena articulación

La aparición de las articulaciones sinoviales en el ancestro común de los peces con mandíbula representó una innovación anatómica clave. Estas bisagras biológicas permitieron que un esqueleto rígido adquiriera movilidad, algo fundamental para el desarrollo de nuevas formas de locomoción, alimentación o manipulación del entorno.

A partir de las articulaciones sinoviales, la evolución ha desarrollado soluciones muy peculiares para adaptar el movimiento a distintos entornos y funciones. Por ejemplo, los caballos y otros ungulados desarrollaron un mecanismo de bloqueo articular en sus extremidades que les permite dormir de pie sin esfuerzo muscular. Sus ligamentos y tendones se tensan para estabilizar las articulaciones cuando el animal está quieto, liberando así a los músculos de la tarea de sostener el peso.

Algunos dinosaurios —tanto carnívoros como saurópodos gigantes— desarrollaron huesos con cavidades internas llenas de aire conocidos como huesos neumáticos. Esta adaptación aligeraba el esqueleto, facilitaba la respiración y, en el caso de sus descendientes directos (las aves), hizo posible el vuelo. En especies como Macrocollum itaquii, un dinosaurio brasileño del Jurásico temprano, se han encontrado vértebras con cámaras similares a los sacos aéreos de las aves actuales (Pesquisa FAPESP).

cómo evolucionó el esqueleto. Reconstrucción del esqueleto del dinosaurio Macrocollum itaquii con vértebras fosilizadas y evidencia de sacos aéreos.
Reconstrucción del esqueleto del dinosaurio Macrocollum itaquii con vértebras fosilizadas y evidencia de sacos aéreos.
La silueta muestra la posición de los distintos elementos vertebrales recuperados (a–k) a lo largo de la columna. Algunas vértebras del cuello y del dorso anterior presentan cavidades (forámenes neumáticos) asociadas a la invasión de sacos aéreos, indicadas en (b), (d), (e) y (f), lo que sugiere un sistema respiratorio con estructuras similares a las de las aves. En cambio, las vértebras más anteriores del cuello (g), las dorsales posteriores (h), la serie sacra (i) y las caudales (j, k) no muestran signos de neumatización. La reconstrucción de los sacos aéreos es hipotética. Ilustración: Rodrigo T. Müller. Escalas: silueta = 500 mm; vértebras = 20 mm.
Fuente: Müller RT et al. (2024) Anatomical Record

El esqueleto vertebrado es una estructura dinámica y versátil moldeada durante millones de años para responder a retos muy distintos. Desde las bisagras invisibles de nuestras manos hasta las vértebras huecas de dinosaurios gigantes, la evolución ha modificado, combinado o eliminado articulaciones para dar lugar a nuevas formas de moverse, alimentarse o habitar el mundo. Comprender cómo surgieron estas soluciones —y cómo se ensamblan sus piezas— nos acerca al asombroso ingenio de la vida.

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